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Como cada día durante las últimas semanas, un racimo de brazos desesperados por tocar a su líder la esperaba afuera de su casa. Y también como cada día lo hacía, ella se rindió ante sus seguidores, lista para mostrarles su cercanía.

Pero esa noche todo fue distinto. Arropado entre los fervientes militantes, la mano de Fernando André Sabag Montiel se abrió camino y apuntó una pistola hacia la cabeza de la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner. Trató de disparar, pero las balas no salieron. Por varios minutos, la exmandataria pareció un poco ajena: siguió firmando autógrafos y saludando, indiferente ante el intento de magnicidio que acababa de sufrir.

Como todo caudillo latinoamericano dotado de fuerte carisma, Fernández de Kirchner nutre su fortaleza política en la cercanía con las multitudes que la veneran —directamente proporcional al rechazo que genera entre sus detractores. Esa devoción se potenció en los últimos días después de que un fiscal pidió una condena de 12 años de prisión por presunta corrupción durante su presidencia (2007-2015) y que de inmediato fue visto, por ella y los suyos, como una acto de revancha política.

Tras un ataque que no registra antecedentes desde el retorno de la democracia en 1983, una pregunta sobrevuela: ¿la mujer más influyente de la política argentina en las últimas dos décadas cambiará su relación con las masas o la exacerbará pese a los riesgos?

La vicepresidenta no ha hablado públicamente desde el atentado fallido la noche del jueves, pero algunos cercanos han podido verla.

“Cristina está impactada, conmocionada”, dijo el viernes el senador oficialista Oscar Parrilli, muy cercano a la vicepresidenta, un día después del intento de asesinato. “Está bien por suerte, porque tiene su espíritu y su temple intacto”.

Desde hace casi dos semanas, el frente del edificio de apartamentos en el que reside la vicepresidenta, en el coqueto barrio céntrico de Recoleta, se convirtió en un santuario para cientos de militantes kirchneristas indignados por el pedido de condena contra su líder por presuntas irregularidades en la obra pública, que ella niega.

A diferencia de los actos políticos del peronismo —partido al que pertenece la vicepresidenta—, en los que nada queda librado al azar, desde la escenografía hasta la seguridad, el contacto de la dirigente de 69 años con sus seguidores ha adoptado una familiaridad y cercanía inéditas — pero también peligrosa.

“Cristina estaba acorralada, era presa fácil, muy fácil”, contó a periodistas Silvana Venegas, de 43 años y quien atestiguó la agresión. El viernes volvió al lugar para brindarle su apoyo moral a la exmandataria.

Javier, un joven que la noche del jueves llegó a ver a Fernández de Kirchner, dijo que él estaba justo frente a la vicepresidenta cuando sufrió el ataque.

“Cuando le digo a Cristina que la amaba y ella me acaricia, veo por arriba de mi hombro que se asoma un brazo con un arma”, contó el viernes a periodistas poco después de dar su versión ante la jueza que investiga el caso. “Para mí gatilló dos veces”, añadió el joven que pidió omitir su apellido por cuestiones de seguridad.

El presidente Alberto Fernández dijo el jueves en un mensaje al país que el arma tenía cinco balas y que por “una razón todavía no confirmada técnicamente, no se disparó”.

Para el experto en seguridad pública Jorge Vidal, “lo observado en cuanto a cobertura de seguridad en la puerta del domicilio de la señora vicepresidenta dista mucho de ser una actuación profesional”.

En las últimas semanas, cuando Fernández de Kirchner iba a su oficina en el Senado —como vicepresidenta es titular de la Cámara Alta— al salir y regresar tomaba la mano de hombres y mujeres que le gritaban “¡Cristina te amo!”. También firmaba decenas de ejemplares de su autobiografía política “Sinceramente” y hubo un día que se conmovió con un cantante de lírica que le dedicó a pocos metros “Va, pensiero” (“Vuela, pensamiento”) de la ópera Nabucco.

El único incidente previo al intentado de asesinato ocurrió el sábado, cuando se produjeron choques entre sus seguidores y la policía que buscaba retirarlos de la zona ante quejas de los vecinos. La vicepresidenta se quejó del trato a sus simpatizantes y acusó al opositor alcalde de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, de mantenerla sitiada. A partir de ese momento la seguridad en torno al edificio se volvió imperceptible.

“Notamos que había menos policías. Vi dos de la (policía) Federal. Esto estaba lleno de gente”, describió Venegas, una de las mujeres que atestiguó el ataque.

Javier, el otro joven que estuvo presente también, declaró ante la justicia que él junto a otros militantes detuvieron al agresor Sabag Montiel y no la policía.

“Yo lo agarro y otros que están atrás también. Parte de los organizadores se lo llevan, un hombre pisa el arma y la tiene a resguardo y otros muchachos de la organización se lo entregan a la policía”, relató a los periodistas.

La custodia de la vicepresidenta llamativamente no se abalanzó contra el agresor ni la retiró de la vía pública para protegerla. Ajena a lo que había sucedido, Fernández de Kirchner permaneció otros seis minutos saludando y firmando autógrafos, según las imágenes captadas por la Televisión Pública.

Quizá la laxitud de su seguridad obedecía a que nunca Fernández de Kirchner había sufrido un ataque de este tipo. En el último tiempo, desconocidos le habían arrojado huevos y cubitos de hielo, pero nunca había pasado a mayores.

El viernes, el domicilio de la vicepresidenta amaneció como una fortaleza, custodiada por decenas de agentes federales que impiden a los militantes acercarse. Mientras se mantiene en silencio, la líder —vestida con un pulóver color rosa y gafas de sol— se acercó a un grupo de seguidores a saludarlos a prudente distancia antes de subirse a una camioneta con rumbo desconocido.

Para el experto Vidal, “los políticos deben entender que no todas las manos que se estiran para tocarlos o saludarlos son para acariciar o estrechar”.



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